El Mundial arranca con el agravio popular por los dispendios, los retrasos organizativos y por la cuantía de las primas
A la espera de que ruede la pelota y ver si todavía sirve de anestésico, la nomenclatura del fútbol afronta con espasmos una situación paradójica: ¿será precisamente en Brasil, su vivero más feliz, donde se le desinfle la burbuja? ¿Es posible que una cartelera con 64 partidos y 736 jugadores no pueda justificar el dispendio en un país que siempre fue la gracia por excelencia del fútbol? Por el eco que llega en Brasil, la tierra de Leónidas, Pelé y Ronaldo, la respuesta es no. Con el fútbol por bandera no vale todo y, a dos días de que se abra el telón de este vigésimo Mundial, la FIFA y su caladero político se encuentran con una oposición que ya trasciende lo popular. La calle, donde se priorizan otras necesidades, protesta contra el derroche y hasta los patrocinadores elevan la voz, temerosos de que se emborrone su imagen.
En Brasil, donde el fútbol nunca tuvo precio, hoy los excesos resultan un agravio. Por un lado, hinchas incluidos, se multiplican las voces contra ese realismo mágico de los despachos en los que se ha triplicado el gasto —hasta los 2.500 millones de euros, por los 1.000 que le costó a Sudáfrica— en la construcción de estadios. Algunos tan innecesarios como el de Manaos, donde se han inyectado unos 200 millones de euros en un lugar donde el aforo medio a los partidos locales roza los 500 espectadores. Y qué decir de Brasilia, capital que nunca sembró el fútbol, pero que ha tirado la casa por la ventana como ninguna sede y se ha construido una catedral por valor de 450 millones. Ya es chocante que este estadio lleve el nombre de Garrincha, aquel maravilloso pajarillo inútil y deforme, al que se conoció como la alegría de pueblo por su infinito catálogo de regates, y que murió en la absoluta miseria en 1983.
Por mucho que el Gobierno local subraye que en una década la clase media brasileña se ha elevado a 42 millones de personas y se han alejado del umbral de la pobreza otros 36 millones, el pueblo aún tiene claras las prioridades. El supuesto maná del Mundial no cuela en un país que siempre tuvo en el fútbol su mejor escaparate, el orgullo de sus gentes, las de cualquier condición social.
Con São Paulo, escenario del partido inaugural del jueves entre la Canarinha y Croacia, al borde del colapso total por una huelga de metro, en la mayoría de las sedes se apuran los deberes pendientes con las obras. En algunas, el retraso es tal que la organización ha decidido reducir el aforo por falta de tiempo para colocar los asientos y pasar con garantías el control de seguridad.
En seis estadios ya se ha descartado una señal de wi-fi. En otros rincones hay serias dificultades añadidas. Es el caso de Curitiba, donde está el cuartel general de España, que aterrizó en la noche del domingo bajo un torrencial de goterones. Las inundaciones en este Estado de Paraná, donde la lluvia es una postal diaria y la humedad no baja del 100%, lo complican todo mucho más. No es casual que la Roja, tan campeona como poco previsora, se plantee ahora un cambio de residencia. En Salvador de Bahía, a 2.300 kilómetros al norte, donde debutará el viernes ante Holanda, jugará con unos 15 grados más de temperatura, como en Río de Janeiro ante Chile, en la segunda cita. Si llegara apurada al tercer duelo, con Australia, entonces debería abrigarse en Curitiba.